Mi mente viajaba muy
lejos mientras mis ojos se perdían en los cambiantes haces de luz
que el mar me regalaba cuando el Sol comenzaba a esconderse, y mis
pies se hundían poco a poco entre la arena de la orilla de aquella
pequeña cala. Habían pasado cinco años de mi joven existencia
desde el frío invierno en el que me topé con aquel extraño copo de
nieve que cambió mi vida y mi mundo para siempre.
Las cometas de los otros
niños se habían convertido en pequeños barquitos de vela que
manejaban en grupos de cuatro. Y mientras ellos cambiaban su
curiosidad hacia la extraña niña cuya mirada viajaba al infinito
por insultos hirientes y miradas desconfiadas, yo continuaba, en
apariencia, igual que siempre.
Digo “en apariencia”
porque realmente nadie excepto yo lograba comprender que a mis ojos
la llamada de la luz era prácticamente ineludible; ya que ella, de
alguna forma que no llegaba a entender, me enviaba constantemente
información sobre aquello que me rodeaba y que nadie más concebía a
simple vista.
Realmente, el único
hálito de comprensión que tuve durante esos años fue la que mi
querida madre se esforzó tanto en darme. Acabó por creerme un día
de primavera en que, con solo diez años, le expliqué con mis
enigmáticas palabras que el motivo por el cual su querido magnolio
ya no daba flores era porque se estaba muriendo debido a la vida que
crecía en su interior. Cuando finalmente el árbol cayó se
descubrió que dentro de él se hallaba un gran hormiguero del que
nadie había reparado. Cuando me preguntaron cómo llegué a aquella
conclusión confesé que los reflejos de sus hojas me advirtieron del
problema tal y como yo posteriormente lo había advertido.
A mamá nunca le había
incomodado mi repulsión hacia los demás, cada noche me relataba un
cuento en el cual una pequeña brujita acababa encontrando su lugar
en el mundo al lado de seres maravillosos que la comprenderían y la
ayudarían durante interminables aventuras, a superar fatales
problemas o, alguna que otra vez, a encontrar a su alma afín. Sin
embargo, para que mientras tanto no me sintiera sola, comenzó a
comprarme montones de muñecas. De todas ellas, solo hubo una a la
que verdaderamente le presté atención, ya que era la única cuyos
ojos marrones conseguían capturar los destellos que llenaban mi
mundo. Mi madre me contó, al regalármela, que no pudo resistirse al
verla entre los cachivaches de un joven y estrafalario buhonero que
aquella mañana había llegado al mercado.
Aquel día, de pie junto
a la orilla, mientras las olas lamían mis pies, y mi mente divagaba
ante la perspectiva de aprender a entrar en una caracola, unos
toquecitos en la espalda consiguieron sobresaltarme. Cuando me giré
descubrí a un niño de tez morena y casi tan alto como yo observando
los distantes veleros. Tenía una mirada tan significativa y unos
ojos verdes tan brillantes y expresivos que apenas pude prestarle
atención mientras me hablaba sobre algo relacionado con lo absurdo
de dejarse llevar por el viento, que él prefería un gran barco que
doblegara al mismo océano. Miraba al mar con un amor infinito, pero
lo que la luz me revelaba al reflejarse en sus pupilas fue algo tan
impactante que aún siento un vendaval zarandearme por
dentro al recordarlo:
En su interior dormía un
resplandor que no provenía de las suaves luces del atardecer, era
algo mucho más profundo que ni yo podía comprender, era... como
abrir un libro a la vez que sus fantásticos personajes danzan a
nuestro alrededor hasta los confines de la memoria, confundiendo sus
sueños con los míos propios.
Al principio no entendí
por qué me miraba con tanta insistencia, así que le pedí que
volviera a repetirme lo que sea que hubiese dicho; a lo que él
respondió que desde que había vuelto no había tenido la
oportunidad de agradecerme haber salvado el castillo de arena que
construyó años atrás.
Debí haberle preguntado
entonces cómo había conseguido reconocerme, porqué había vuelto o
al menos cómo se llamaba. Pero lo único que me aventuré a hacer
fue sentarme en la arena con el fuerte impulso de narrarle la
historia que había leído en sus ojos.
- ¿Quieres escuchar
una historia?- por toda respuesta aquel niño tan peculiar se sentó
a mi lado y observó
en silencio cómo el Sol se escondía entre las aguas, invitándome
a seguir, y así lo hice:
El
águila suele ser un animal solitario, desde muy joven aprendió a
sobrevivir, a luchar, aunque cierto es que muchas veces le hubiera
gustado que no fuera así ...
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