viernes, 13 de febrero de 2015

Donde se confunden los sueños


Mi mente viajaba muy lejos mientras mis ojos se perdían en los cambiantes haces de luz que el mar me regalaba cuando el Sol comenzaba a esconderse, y mis pies se hundían poco a poco entre la arena de la orilla de aquella pequeña cala. Habían pasado cinco años de mi joven existencia desde el frío invierno en el que me topé con aquel extraño copo de nieve que cambió mi vida y mi mundo para siempre.


Las cometas de los otros niños se habían convertido en pequeños barquitos de vela que manejaban en grupos de cuatro. Y mientras ellos cambiaban su curiosidad hacia la extraña niña cuya mirada viajaba al infinito por insultos hirientes y miradas desconfiadas, yo continuaba, en apariencia, igual que siempre.

Digo “en apariencia” porque realmente nadie excepto yo lograba comprender que a mis ojos la llamada de la luz era prácticamente ineludible; ya que ella, de alguna forma que no llegaba a entender, me enviaba constantemente información sobre aquello que me rodeaba y que nadie más concebía a simple vista.

Realmente, el único hálito de comprensión que tuve durante esos años fue la que mi querida madre se esforzó tanto en darme. Acabó por creerme un día de primavera en que, con solo diez años, le expliqué con mis enigmáticas palabras que el motivo por el cual su querido magnolio ya no daba flores era porque se estaba muriendo debido a la vida que crecía en su interior. Cuando finalmente el árbol cayó se descubrió que dentro de él se hallaba un gran hormiguero del que nadie había reparado. Cuando me preguntaron cómo llegué a aquella conclusión confesé que los reflejos de sus hojas me advirtieron del problema tal y como yo posteriormente lo había advertido.

A mamá nunca le había incomodado mi repulsión hacia los demás, cada noche me relataba un cuento en el cual una pequeña brujita acababa encontrando su lugar en el mundo al lado de seres maravillosos que la comprenderían y la ayudarían durante interminables aventuras, a superar fatales problemas o, alguna que otra vez, a encontrar a su alma afín. Sin embargo, para que mientras tanto no me sintiera sola, comenzó a comprarme montones de muñecas. De todas ellas, solo hubo una a la que verdaderamente le presté atención, ya que era la única cuyos ojos marrones conseguían capturar los destellos que llenaban mi mundo. Mi madre me contó, al regalármela, que no pudo resistirse al verla entre los cachivaches de un joven y estrafalario buhonero que aquella mañana había llegado al mercado.

Aquel día, de pie junto a la orilla, mientras las olas lamían mis pies, y mi mente divagaba ante la perspectiva de aprender a entrar en una caracola, unos toquecitos en la espalda consiguieron sobresaltarme. Cuando me giré descubrí a un niño de tez morena y casi tan alto como yo observando los distantes veleros. Tenía una mirada tan significativa y unos ojos verdes tan brillantes y expresivos que apenas pude prestarle atención mientras me hablaba sobre algo relacionado con lo absurdo de dejarse llevar por el viento, que él prefería un gran barco que doblegara al mismo océano. Miraba al mar con un amor infinito, pero lo que la luz me revelaba al reflejarse en sus pupilas fue algo tan impactante que aún siento un vendaval zarandearme por dentro al recordarlo:

En su interior dormía un resplandor que no provenía de las suaves luces del atardecer, era algo mucho más profundo que ni yo podía comprender, era... como abrir un libro a la vez que sus fantásticos personajes danzan a nuestro alrededor hasta los confines de la memoria, confundiendo sus sueños con los míos propios.

Al principio no entendí por qué me miraba con tanta insistencia, así que le pedí que volviera a repetirme lo que sea que hubiese dicho; a lo que él respondió que desde que había vuelto no había tenido la oportunidad de agradecerme haber salvado el castillo de arena que construyó años atrás.

Debí haberle preguntado entonces cómo había conseguido reconocerme, porqué había vuelto o al menos cómo se llamaba. Pero lo único que me aventuré a hacer fue sentarme en la arena con el fuerte impulso de narrarle la historia que había leído en sus ojos.

- ¿Quieres escuchar una historia?- por toda respuesta aquel niño tan peculiar se sentó a mi lado y observó en silencio cómo el Sol se escondía entre las aguas, invitándome a seguir, y así lo hice:


El águila suele ser un animal solitario, desde muy joven aprendió a sobrevivir, a luchar, aunque cierto es que muchas veces le hubiera gustado que no fuera así ...


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