Nunca fui una amante de la
lluvia, de hecho odio los días sin Sol, la falta de color, el frío, las tardes
encerrada casa. Sin embargo, algo pequeño, efímero como la caída de una gota de
agua, ha ido calando en mí sin darme cuenta, sin que haya sido capaz de identificar lo que
sucedía hasta que ya se había instalado por completo.
Nunca me gustó la lluvia, es
cierto, pero sin embargo desde niña me he permitido ciertos placeres cuando
ella estaba presente, como dormirme arropada por su sonido en la lejanía, a
sabiendas de que yo estaba segura y amparada por el calor de mi manta favorita.
O como aquellas veces que imaginaba carreras imposibles de gotas de agua que
danzaban precipitadamente a través de los cristales del coche y las intentaba
perseguir con el dedo mientras se unían unas con otras hasta precipitarse al
vacío.
Y aun así, no ha sido
hasta hace muy poco tiempo que he descubierto en la lluvia una inefabilidad tan
profunda como la que siento ante el movimiento de las hojas. No fue hasta que, una
lluviosa mañana, realizando mi atajo habitual a través del parque, evitando el
ajetreo de las personas para fundirme con la paz que me brindan los árboles, la
ventura quiso que dejara de mirar hacia arriba y me centrara en lo que sucedía
bajo mis pies.
Descubrí un mundo y una
nueva ilusión en un simple charco de agua, y la fuerza del descubrimiento fue
tan grande que las palabras de mi cabeza, hasta entonces dormidas a la espera
de algo que mereciera de nuevo su atención, surgieron a borbotones de mi
cabeza, con una llamada imposible de obviar.
Allí, en el suelo que pisaba
cada día, de repente se me reveló un cielo escondido, un cielo blanco cubierto
de hojas que se ondulaban al son de mis
pisadas, un cielo hermoso por el que podía caminar y liberar toda mi
imaginación, inventando situaciones descabelladas como cuando era una niña.
Y así, caminando entre agua,
cielo y baldosas de piedra, y con una sonrisa incomprensible para el resto de transeúntes,
supe que un mundo gris, frío y tremendamente hermoso me esperaría. Volvería con
cada mañana de lluvia para recordarme que su llamada a la vida, la mía y la de
mis palabras, no admitía la necia indiferencia; porque ahora que había aprendido
a observar, no podía simplemente mirar.
Nunca fui una amante de la
lluvia, pero ya no es cierto. Con ella he aprendido a no protegerme tras un
paraguas a las primeras de cambio, o a no amedrentarme en la puerta de casa por
unas simples gotas de agua. Y sin duda la lección más importante que me ha brindado
es a apreciar tanto los colores brillantes como los apagados, tanto el calor
como el frío, tanto el frenesí como la tranquilidad.
Tanto el mundo real como
aquel al que solo se llega a través de las ideas que fluyen en un simple charco
de agua.
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