domingo, 11 de octubre de 2015

Caminando por el cielo



Nunca fui una amante de la lluvia, de hecho odio los días sin Sol, la falta de color, el frío, las tardes encerrada casa. Sin embargo, algo pequeño, efímero como la caída de una gota de agua, ha ido calando en mí sin darme cuenta, sin que haya sido capaz de identificar lo que sucedía hasta que ya se había instalado por completo.


Nunca me gustó la lluvia, es cierto, pero sin embargo desde niña me he permitido ciertos placeres cuando ella estaba presente, como dormirme arropada por su sonido en la lejanía, a sabiendas de que yo estaba segura y amparada por el calor de mi manta favorita. O como aquellas veces que imaginaba carreras imposibles de gotas de agua que danzaban precipitadamente a través de los cristales del coche y las intentaba perseguir con el dedo mientras se unían unas con otras hasta precipitarse al vacío.

Y aun así, no ha sido hasta hace muy poco tiempo que he descubierto en la lluvia una inefabilidad tan profunda como la que siento ante el movimiento de las hojas. No fue hasta que, una lluviosa mañana, realizando mi atajo habitual a través del parque, evitando el ajetreo de las personas para fundirme con la paz que me brindan los árboles, la ventura quiso que dejara de mirar hacia arriba y me centrara en lo que sucedía bajo mis pies.

Descubrí un mundo y una nueva ilusión en un simple charco de agua, y la fuerza del descubrimiento fue tan grande que las palabras de mi cabeza, hasta entonces dormidas a la espera de algo que mereciera de nuevo su atención, surgieron a borbotones de mi cabeza, con una llamada imposible de obviar.

Allí, en el suelo que pisaba cada día, de repente se me reveló un cielo escondido, un cielo blanco cubierto de hojas que se ondulaban  al son de mis pisadas, un cielo hermoso por el que podía caminar y liberar toda mi imaginación, inventando situaciones descabelladas como cuando era una niña.

Y así, caminando entre agua, cielo y baldosas de piedra, y con una sonrisa incomprensible para el resto de transeúntes, supe que un mundo gris, frío y tremendamente hermoso me esperaría. Volvería con cada mañana de lluvia para recordarme que su llamada a la vida, la mía y la de mis palabras, no admitía la necia indiferencia; porque ahora que había aprendido a observar, no podía simplemente mirar.

Nunca fui una amante de la lluvia, pero ya no es cierto. Con ella he aprendido a no protegerme tras un paraguas a las primeras de cambio, o a no amedrentarme en la puerta de casa por unas simples gotas de agua. Y sin duda la lección más importante que me ha brindado es a apreciar tanto los colores brillantes como los apagados, tanto el calor como el frío, tanto el frenesí como la tranquilidad.


Tanto el mundo real como aquel al que solo se llega a través de las ideas que fluyen en un simple charco de agua.




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