Dicen que llega un momento en nuestra
vida en el que nos damos cuenta que no es aquello que nos rodea lo
que se transforma con el paso del tiempo, dejando a su paso un
sentimiento de incomprensible añoranza por algo que a simple vista
sucede siempre igual, no, hay un instante de nuestras vidas en el que
por fin comprendemos que somos nosotros mismos los que hemos
cambiado, que nuestros ojos y corazón ya no reaccionan igual porque
comprenden el mundo de una forma mucho más compleja, llena de
pequeños matices que antes se nos escapaban. En mi caso todo eso
sucedió mucho antes de lo que pensáis...
Recuerdo con total nitidez aquella fría
tarde de invierno, la primera nevada del año cubría sin prisa pero
sin pausa los tejados del opulento palacio en el que entonces
vivíamos mi madre, el servicio y yo. A mi padre siempre le gustó
pensar que era su palacio solo por el simple hecho de que fue él
quien lo compró y diseñó, pero creo que en el fondo siempre supo
que su verdadero hogar se encontraba a bordo de su buque mercante. El
único lugar que nunca le permití considerar suyo fue el inmenso
jardín que rodeaba el palacio. Aquel lugar era solo mío y de mis
pensamientos, de hecho podría decirse que era más de ellos que mío.
Aquel día atravesé precipitadamente
las estancias del palacio hasta llegar al exterior, donde mi gran
escondite de setos y rosales se encontraba habitado por delicados
copos de nieve que bailaban a mi alrededor. Aunque por aquel entonces
no entendí el por qué, un extraño calor dentro de mi joven alma
dirigió mis pies hasta el lago que separaba mi hogar de las
montañas. De entre ellas surgió de improviso un copo de nieve
distinto a todos los demás, el sol se reflejaba en él creando
destellos de infinitos colores. Se posó suavemente sobre mi mano y,
sin apenas pensarlo, lo atraje hacia mí y el tímido copo de nieve
se instaló en mi corazón.
Fue entonces cuando realmente cambié.
Mi alma bailó con los copos de nieve durante unos segundos que
transcurrieron como siglos. Cuando volví en mí me encontraba
tendida en el hielo, observando el cielo rosado y violáceo del
atardecer como nunca lo había hecho. Mirara a donde mirase la luz
parecía reflejarse con mayor o menor intensidad en cada ser u
objeto, creando una fina red de encaje destelleante a mi alrededor al
que me costó años acostumbrarme.
De
repente solo tuve ojos para aquellos haces de luz, podía aprender
tantas cosas de ellos que los juegos de los otros niños dejaron de
tener sentido para mí. Mientras ellos lanzaban sus cometas al viento
entre las calas de los acantilados, yo prefería buscar el secreto
del vuelo de las aves entre los destellos de luz que desprendían los
granos de arena. Curiosamente, al final lo descubrí, pero esa es
otra historia.
La
historia que me gustaría narrar es otra, la de cómo el mago
entró en mi vida y le dio sentido sin apenas darse cuenta.
Como
ya os he contado, de repente empecé a odiar el absurdo
entretenimiento que encontraban los demás niños en hacer volar una
cometa. Yo no quería dejarme llevar por el viento como hacían
ellos, dejando a su merced la posibilidad de caer en picado. Yo
quería ser dueña del viento, quería ser yo la que lo manejara a su
antojo. Aún más, deseaba con todas mis fuerzas hacer posibles
cualquiera de mis sueños. Sin embargo, la luz era más sabia que yo
y solo me mostraba lo que realmente necesitaba, aunque por aquel
entonces yo no lo supiera. Fue así como una mañana de niebla
encontré a un niño que, al igual que yo, prefería jugar con la
arena de la pequeña cala antes que hacer volar una cometa.
Lo
observé escondida entre las rocas, aunque igualmente podría haberme
situado junto a él y ni siquiera hubiera percibido mi presencia, tan
enfrascado que se encontraba en su ardua tarea de construir un gran
castillo de arena, el cual luchaba por mantenerse en pie ante las
olas que comenzaban a lamer sus murallas. Un pequeño pero insistente
haz de luz me deslumbró mientras contemplaba a aquel intrigante
muchacho. Provenía de los reflejos de una de las olas cercanas a la
orilla que amenazaba más que cualquier otra con destruir el castillo
y los sueños del que en un lejano futuro acabaría siendo el mago.
En pocos segundos supe lo que la luz quería de mí, mientras volvía
a sentir cómo una suave calidez brotaba de mi corazón justo en el
lugar donde hacía unos meses se había posado el curioso copo de
nieve. Aún escondida entre las rocas, alcé una mano con la palma
hacia el frente y aquella ola se desvió lo justo para evitar que
chocara contra el gran castillo de arena.
Así,
con aquel acto tan minúsculo de bondad, sin apenas saber nada de
aquel niño, sin entrever absolutamente nada de lo que el destino nos
tenía preparado, con solo siete años, comprendí que mi vida debía
dedicarse a seguir esa luz, que en ella se confinaban los secretos
más bellos que el mundo ponía al alcance de muy pocos, y que para
llevar a cabo mi misión aquel pequeño copo de nieve me había
otorgado un legado más antiguo que el mismísimo tiempo, la
magia.
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