Os invito a seguir mi historia, o
tal vez nuestra historia, la de él, la mía.
“Para el mago de las palabras, para
el lobo del bosque, para aquel que cree y se equivoca al afirmar que
únicamente soy yo la musa.”
Me costó un poco darme cuenta de que
seguía con los ojos abiertos, o de que había conseguido abrirlos.
Había soñado muchas, muchas cosas, tantas, que me parecía haber
vivido casi un año entero de mi vida en ese sueño. No quise fijarme
en nada de lo que veía a mi alrededor, ni en el mullido colchón
blanco sobre el que descansaba, ni en las cortinas finas y ondeantes
que me rodeaban y se movían como las olas impulsadas por el viento
que entraba por el ventanal de una pequeña habitación de piedra,
gélida y oscura como la noche que se escondía tras los cristales,
con la escasa decoración que otorgaba una vieja silla de madera cuyo
cojín de motivos arabescos aún conservaba el calor del hombre que
hasta hacía poco yacía en ella. Ni siquiera reparé en la pequeña
compañera que me observaba desde el otro lado de la almohada,
aquella muñeca de porcelana, de expresión dulce y largos rizos
morenos, cuyos ojos destilaban pura y genuina serenidad.
No, en ese momento no pude reparar en
nada de aquello porque, aún manteniendo los ojos abiertos y clavados
en los nudos de los tablones de madera que componían el techo, no
podía sino luchar por permanecer en aquel sueño tan maravilloso en
el que había estado sumida.
Aquel mundo onírico era todo él,
cada esquina, cada árbol, cada máquina de pesados engranajes, cada
águila y cada lobo que trotaba tras ella, cada pez y cada ola del
mar,y cada tormenta arrolladora. Todo ello era él, aquel mago
que me había cogido de la mano, que me había mirado a los ojos y
había descubierto con asombro los mundos que yo misma había creado
reflejados en mi propia mirada. A los dos nos fascinaba la magia, esa
que se esconde en la propia mente, la que hace viajar a cualquiera a
dimensiones imposibles para toda persona objetiva. Ambos compartíamos
dicha magia, pero no de igual forma, de modo que él aprendió
de mí a crear cosas bellas que conmovían a quien les diera una
oportunidad, y yo aprendí de él dos cosas: la primera, que
la magia no tenía límites, que siempre se podría crear algo; la
segunda comprendí, con fascinación, que con él había
creado el mundo más bello que podía crear y que, además, no tenía
fin.
Fue así como decidí abandonarme a ese
mundo propio que creía compartido, en el que lo veía,
tras cada pequeño detalle, sin saber que en realidad él
me esperaba fuera en la realidad, echando de menos esos mundos míos
que amaba y que yo, dormida, no podía imaginar que necesitaba como
el que necesita agua en el desierto. Tanto él,
como aquellos que me habían abierto sus puertas para llenarles la
vida de magia.
Conforme la niebla
de la ensoñación se disipaba, intenté recordar el motivo de mi
despertar. No podría haber encontrado un rastro de pesadilla en el
lugar en el que antes me hallaba, debía de ser otra cosa. Lo único
que me aventuraba a afirmar es que fuera otra persona la que había
conseguido llegar hasta esa recóndita habitación para intentar
despertarme.
De
repente reparé en las pequeñas motas doradas y brillantes que
flotaban en el ambiente, eso solo podía tratarse de magia, pero no
cualquiera, la suya.
Rápidamente me incorporé y me llevé la mano izquierda a los
labios. Descubrí, con pavor, que parecían abrazados por esa calidez
que solo yo podría conocer.
Fue
entonces como si las palabras que escuché entre la niebla antes de
despertar me apuñalaran el corazón y me congelaran el aire en los
pulmones. Las recordé
mientras permanecía inmóvil, con el cuerpo contraído, las manos
agarrotadas y la mirada perdida:
“Lo
siento, brujita, lo siento, pero si no puedo darte vida, deja que
muera contigo”.
¿Quieres saber más? Sigue la historia en: "En el mar."
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