lunes, 9 de junio de 2014

Encuéntrame si puedes


Existen días de mi vida que deberían ser borrados del mapa, deberían esfumarse como deseo que se esfumen las dudas de mi cabeza que, como nubes de tormenta, no me dejan ver lo bueno del mundo. Son esos días en los que me despierto como cualquier otro día, vivo cada momento de la cotidianidad con simple indiferencia, pienso sólo en lo siguiente que tengo que hacer para completar las horas y, de repente, cuando por fin hallo un momento para mí en el que disfrutar con lo que más me guste, reparo con languidez en que solo me apetece seguir tirada en la cama, elucubrando sobre ideas pesimistas sin fundamento, es decir, reparo en el hecho indiscutible de que estoy en un día negro.


Ay... días negros en los que hasta escribir sobre lo mal que me siento se asemeja a la más ardua de las tareas, en los que ni yo sé convivir conmigo misma, en los que ni siquiera escuchar música me produce sosiego... sí, esos días que creo que todos sufrimos alguna que otra vez.

Vivo con ese sentimiento que me asalta cada cierto tiempo, en el que me asqueo, me aburro, me temo y me resigno a la vez, como quien vive con un vecino molesto que pasa el mayor tiempo fuera de casa pero que, cuando irrumpe en ella, las paredes tiemblan con cada golpe a los cajones, cada portazo y cada grito estridente.

Esta suerte de ocasiones se me antoja como una forma que tiene el universo de recordarnos que, por muy felices que seamos, siempre existirá algo que nos preocupe y nos devuelva los pies a la tierra. No quiero decir que no podamos ser felices, pero sí me aventuro a afirmar que “no del todo”, podemos ser felices pero no completamente tal y como nos gustaría.

Me explico: cuando alguien sueña con poseer una magnífica casa de campo y al cabo de un tiempo gana un décimo de la lotería que debe repartir entre sus familiares y muy a su pesar no dispone del dinero suficiente para comprase la mejor casa de campo de todas y conformarse con otra más modesta ¿debería entristecerse por no tener la casa de sus sueños? ¿No sería más acertado sentirse feliz por ayudar a su familia y a la vez conseguir una casa de campo? Lo más normal, si se trata de alguien con cierta bondad, es que opte por esto último. Pero ¿y si esta persona tan bondadosa de repente se ve sumergida en un día negro y se entristece por no poder alcanzar sus sueños de la forma perfecta en la que se imaginó? He aquí la mente humana y sus vaivenes.

Si bien es cierto que no podemos luchar demasiado contra la tempestad que levantan estos cambios repentinos que irrumpen sin llamar a la puerta, quiero mostraros algo que descubrí la misma noche que siguió al “día negro”.

Observad, mirad bien y acercaos todo lo que podáis porque es difícil encontrarlos. Está dentro de tí y sí, eres tú mismo solo que no luces ese reflejo de tormenta, sino que te estás mirando con una amable sonrisa. ¿Te está saludando? Eso es bueno, muy bueno. Acércate más, sin miedo, es el único al que no puedes temer que te haga daño. No te apartes si te abraza o te da palabras de ánimo, escúchale con atención.

A mí me ha susurrado, por ejemplo, que no puede pretenderse una vida perfecta, porque así es la vida, bella en su imperfección, si no, no sería vida.

En efecto, a veces, cuando ya ha pasado lo peor de la tormenta y nos miramos a uno mismo, podemos encontrar la respuesta a cualquier duda en la niebla. Sólo piensa qué diría ese “diminuto yo” amable, y descubrirás que de igual forma esas palabras han salido de ti y que ya puedes cerrar el paraguas porque, por fin, la tormenta ha cesado.



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