Existen días de mi vida que deberían
ser borrados del mapa, deberían esfumarse como deseo que se esfumen
las dudas de mi cabeza que, como nubes de tormenta, no me dejan ver
lo bueno del mundo. Son esos días en los que me despierto como
cualquier otro día, vivo cada momento de la cotidianidad con simple
indiferencia, pienso sólo en lo siguiente que tengo que hacer para
completar las horas y, de repente, cuando por fin hallo un momento
para mí en el que disfrutar con lo que más me guste, reparo con
languidez en que solo me apetece seguir tirada en la cama,
elucubrando sobre ideas pesimistas sin fundamento, es decir, reparo
en el hecho indiscutible de que estoy en un día negro.
Ay... días negros en los que hasta
escribir sobre lo mal que me siento se asemeja a la más ardua de las
tareas, en los que ni yo sé convivir conmigo misma, en los que ni
siquiera escuchar música me produce sosiego... sí, esos días que
creo que todos sufrimos alguna que otra vez.
Vivo con ese sentimiento que me asalta
cada cierto tiempo, en el que me asqueo, me aburro, me temo y me
resigno a la vez, como quien vive con un vecino molesto que pasa el
mayor tiempo fuera de casa pero que, cuando irrumpe en ella, las
paredes tiemblan con cada golpe a los cajones, cada portazo y cada
grito estridente.
Esta suerte de ocasiones se me antoja
como una forma que tiene el universo de recordarnos que, por muy
felices que seamos, siempre existirá algo que nos preocupe y nos
devuelva los pies a la tierra. No quiero decir que no podamos ser
felices, pero sí me aventuro a afirmar que “no del todo”,
podemos ser felices pero no completamente tal y como nos gustaría.
Me explico: cuando alguien sueña con
poseer una magnífica casa de campo y al cabo de un tiempo gana un
décimo de la lotería que debe repartir entre sus familiares y muy a
su pesar no dispone del dinero suficiente para comprase la mejor casa
de campo de todas y conformarse con otra más modesta ¿debería
entristecerse por no tener la casa de sus sueños? ¿No sería más
acertado sentirse feliz por ayudar a su familia y a la vez conseguir
una casa de campo? Lo más normal, si se trata de alguien con cierta
bondad, es que opte por esto último. Pero ¿y si esta persona tan
bondadosa de repente se ve sumergida en un día negro y se entristece
por no poder alcanzar sus sueños de la forma perfecta en la que se
imaginó? He aquí la mente humana y sus vaivenes.
Si bien es cierto que no podemos luchar
demasiado contra la tempestad que levantan estos cambios repentinos
que irrumpen sin llamar a la puerta, quiero mostraros algo que
descubrí la misma noche que siguió al “día negro”.
Observad, mirad bien y acercaos todo lo
que podáis porque es difícil encontrarlos. Está dentro de tí y
sí, eres tú mismo solo que no luces ese reflejo de tormenta, sino
que te estás mirando con una amable sonrisa. ¿Te está saludando?
Eso es bueno, muy bueno. Acércate más, sin miedo, es el único al
que no puedes temer que te haga daño. No te apartes si te abraza o
te da palabras de ánimo, escúchale con atención.
A mí me ha susurrado, por ejemplo, que
no puede pretenderse una vida perfecta, porque así es la vida, bella en su imperfección, si
no, no sería vida.
En efecto, a veces, cuando ya ha
pasado lo peor de la tormenta y nos miramos a uno mismo, podemos
encontrar la respuesta a cualquier duda en la niebla. Sólo piensa
qué diría ese “diminuto yo” amable, y descubrirás que de igual
forma esas palabras han salido de ti y que ya puedes cerrar el
paraguas porque, por fin, la tormenta ha cesado.
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