Por un instante, mientras sobrevolaba
las olas, cada vez más embravecidas, dudé seriamente si
introducirme en aquella masa de nubes oscuras que parecían
mantenerse unidas por lazos de centelleantes relámpagos sería la
mejor opción. Busqué al águila con la mirada y vi que no se había
separado de mí ni un ápice, su vuelo era firme, como su mirada fija
en el frente. Decidí que si ella no tenía miedo, yo tampoco debía
tenerlo; sin embargo, no pude evitar sentir cómo en mi interior
comenzaba a formarse mi propia tempestad.
Tan pronto como las nubes nos
engulleron, mi equilibrio se zarandeó, y me vi arrastrada por mil
corrientes de viento que parecían apresurarse de manera errante
entre las nubes y la lluvia, cuyas gotas aguijoneaban cada centímetro
de mi cuerpo. Y el frío, que amenazaba con calarme los huesos,
consiguió llegar antes a mi alma al entrever al águila, perdiéndose
a lo lejos. Ni siquiera tuve capacidad para seguirla, porque una
nueva ráfaga de viento me arrastró sin compasión en dirección
contraria, mientras yo, en un acto reflejo, seguía extendiendo mis
manos hacía ella, intentando alcanzarla.
Recordé, con ironía, cómo algún
tiempo atrás, una tormentosa mañana, me había detenido a
reflexionar qué se sentiría al encontrarse realmente dentro de una
tormenta, entre sus nubes, creyendo ingenuamente- ahora lo sabía-
que debía de tratarse de toda una hazaña, cuando verdaderamente era
todo un suicidio.
En mi fuero interno, agradecí
fervientemente la existencia de lluvia, ya que su continua caída me
sirvió como orientación para distinguir dónde estaba el cielo y
dónde el mar, cuando todo lo que podía ver era gris, si no me
cegaban los relámpagos. Gracias a ello, me aventuré a acercarme al
mar, esperando, no sabía si con éxito, a que el viento perdiera su
agresividad conforme perdía en altura.
Pese a que el viento continuó en su
ardua batalla por controlar a las olas, mi visión consiguió vencer
a las nubes, que por fin me permitieron distinguir el mar, y no solo
eso, también pude percatarme de que el acantilado estaba muy cerca.
Fue entonces cuando lo recordé, casi pude escuchar en medio de la
tempestad cómo la última pieza del rompecabezas encajaba en mi
mente; recordé porqué aquel acantilado me resultaba tan familiar
incluso desde la distancia, recordé que hace mucho era yo misma
quien observaba la tormenta desde su cima, reflexionando cómo sería
estar dentro de ella.
Recordé con total nitidez la tristeza
en la que estaba sumida, perdida en una tormenta interna mucho más
fuerte que la que presenciaba con mirada perdida y expresión
impenetrable. Fue mucho antes de descubrir la magia que él
atesoraba y, sin embargo, los principios de la mía. Cuando observaba
aquellos barcos de vela que debido a su falta de inteligencia
acababan hundiéndose o chocándose con las rocas sin remedio alguno,
barcos que desde las profundidades parecían gritarme, culpándome de
su desgracia, cuando yo simplemente permanecía en el acantilado,
inmóvil, callada.
Cuando aquella
muchacha se hartó de oírlos gritar, un relámpago estalló en su
cabeza y la llenó de la determinación suficiente para abandonar el
acantilado y perderse en el bosque, donde halló su magia y, más
tarde, la del mago. Una magia que podía hacer desaparecer los
aullidos de los barcos y hasta la misma tormenta.
Rememoré el
conjuro perfecto para ello. Después, solo necesité cerrar los ojos,
relajar cada músculo, olvidarme del frío, el dolor, el miedo, los
malos recuerdos...
En apenas pocos
segundos mis pies descalzos rozaban la yerba de la cima del
acantilado, como aquella vez. Sólo que por fin no había nubes, ni
rayos, ni siquiera el murmullo de las olas que chocaban a lo lejos.
Sí había, sin embargo, un sol radiante, coronando el cielo, secando
mi ropa e iluminando tanto mi esperanza, como mi propia magia.
¿Quieres saber más? Sigue la historia en "Flor en el asfalto" de PGCervera.
¿Quieres saber más? Sigue la historia en "Flor en el asfalto" de PGCervera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario