jueves, 26 de junio de 2014

Triste.



Por un instante, mientras sobrevolaba las olas, cada vez más embravecidas, dudé seriamente si introducirme en aquella masa de nubes oscuras que parecían mantenerse unidas por lazos de centelleantes relámpagos sería la mejor opción. Busqué al águila con la mirada y vi que no se había separado de mí ni un ápice, su vuelo era firme, como su mirada fija en el frente. Decidí que si ella no tenía miedo, yo tampoco debía tenerlo; sin embargo, no pude evitar sentir cómo en mi interior comenzaba a formarse mi propia tempestad.


Tan pronto como las nubes nos engulleron, mi equilibrio se zarandeó, y me vi arrastrada por mil corrientes de viento que parecían apresurarse de manera errante entre las nubes y la lluvia, cuyas gotas aguijoneaban cada centímetro de mi cuerpo. Y el frío, que amenazaba con calarme los huesos, consiguió llegar antes a mi alma al entrever al águila, perdiéndose a lo lejos. Ni siquiera tuve capacidad para seguirla, porque una nueva ráfaga de viento me arrastró sin compasión en dirección contraria, mientras yo, en un acto reflejo, seguía extendiendo mis manos hacía ella, intentando alcanzarla.

Recordé, con ironía, cómo algún tiempo atrás, una tormentosa mañana, me había detenido a reflexionar qué se sentiría al encontrarse realmente dentro de una tormenta, entre sus nubes, creyendo ingenuamente- ahora lo sabía- que debía de tratarse de toda una hazaña, cuando verdaderamente era todo un suicidio.

En mi fuero interno, agradecí fervientemente la existencia de lluvia, ya que su continua caída me sirvió como orientación para distinguir dónde estaba el cielo y dónde el mar, cuando todo lo que podía ver era gris, si no me cegaban los relámpagos. Gracias a ello, me aventuré a acercarme al mar, esperando, no sabía si con éxito, a que el viento perdiera su agresividad conforme perdía en altura.

Pese a que el viento continuó en su ardua batalla por controlar a las olas, mi visión consiguió vencer a las nubes, que por fin me permitieron distinguir el mar, y no solo eso, también pude percatarme de que el acantilado estaba muy cerca. Fue entonces cuando lo recordé, casi pude escuchar en medio de la tempestad cómo la última pieza del rompecabezas encajaba en mi mente; recordé porqué aquel acantilado me resultaba tan familiar incluso desde la distancia, recordé que hace mucho era yo misma quien observaba la tormenta desde su cima, reflexionando cómo sería estar dentro de ella.

Recordé con total nitidez la tristeza en la que estaba sumida, perdida en una tormenta interna mucho más fuerte que la que presenciaba con mirada perdida y expresión impenetrable. Fue mucho antes de descubrir la magia que él atesoraba y, sin embargo, los principios de la mía. Cuando observaba aquellos barcos de vela que debido a su falta de inteligencia acababan hundiéndose o chocándose con las rocas sin remedio alguno, barcos que desde las profundidades parecían gritarme, culpándome de su desgracia, cuando yo simplemente permanecía en el acantilado, inmóvil, callada.

Cuando aquella muchacha se hartó de oírlos gritar, un relámpago estalló en su cabeza y la llenó de la determinación suficiente para abandonar el acantilado y perderse en el bosque, donde halló su magia y, más tarde, la del mago. Una magia que podía hacer desaparecer los aullidos de los barcos y hasta la misma tormenta.

Rememoré el conjuro perfecto para ello. Después, solo necesité cerrar los ojos, relajar cada músculo, olvidarme del frío, el dolor, el miedo, los malos recuerdos...


En apenas pocos segundos mis pies descalzos rozaban la yerba de la cima del acantilado, como aquella vez. Sólo que por fin no había nubes, ni rayos, ni siquiera el murmullo de las olas que chocaban a lo lejos. Sí había, sin embargo, un sol radiante, coronando el cielo, secando mi ropa e iluminando tanto mi esperanza, como mi propia magia.

¿Quieres saber más? Sigue la historia en "Flor en el asfalto" de PGCervera.

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