viernes, 23 de agosto de 2013

Tan alto como un águila.


Me encontraba en mi casa, con sus objetos cotidianos, su sensación acogedora y esa luz tan brillante que lo envolvía todo y me hacía estar feliz como hacía mucho que no lo estaba. Esa luz me rodeaba mientras caminaba por las habitaciones, me despertaba con su calidez por las mañanas, me entretenía en mis tardes vacías, me hacía sentir segura por las noches y, sobre todo, iluminaba mi sonrisa.

Quizá no era una sonrisa demasiado especial, ni tan perfecta como las que salen en las fotos… era simplemente una sonrisa inocente, pura y radiante, que me hacía volver a ser niña, que me hacía volar tan alto como un águila, que me hacía soñar con tiempos lejanos… o no tan lejanos.

Desde hacía un tiempo, no me atrevía a mirar esa puerta tan misteriosa, escondida en algún lugar de mi casa. Quizás podría ser ¿miedo? Sí… tal vez podría ser miedo, miedo a perderme de nuevo por ese lugar que había tras la puerta, miedo a que la puerta volviera a cerrarse tras de mí, en definitiva, miedo a estar triste.

Pero esa luz… esa luz tan bonita, tan brillante, tan ”TAN”; me era imposible no fijarme en ella, en su forma de reflejarse en todo lo que me rodeaba, siempre presente, siempre esperando.

Seguí sus destellos por toda mi casa hasta que la vi reflejada en “la” puerta. Me sorprendió bastante percatarme de que, en mi ausencia, la puerta ya no era como antes, era una puerta que parecía tan corriente como las demás puertas de mi casa… solo que la luz decidió concentrarse solo en ella y eso la hizo ser única. Fue entonces cuando decidí cruzar.

Mi temor seguía ahí, pero en mi fuero interno sabía con total certeza que no había que tener miedo. De alguna forma llegué a vislumbrar lo que me esperaba al atravesar esa puerta y hasta puedo mencionar que fui completamente consciente de mis actos esta vez.

Entré poco a poco, sin hacer ruido, mirando al suelo y, sin abrirla demasiado, me colé dentro.  Me sorprendió descubrir que el suelo que miraba era verde, era hierba.

Cuando alcé la vista no esperaba en absoluto lo que mis ojos me mostraron: me encontraba en la cima de una montaña plagada de árboles con esas hojas que tanto me gustan que bailan con el viento y sueltan sus destellos como si de risa se tratara. Podía ver varias montañas parecidas a la mía desde donde estaba, todas plagadas de todas las tonalidades de verde habidas y por haber.

La vista era fascinante, el paisaje me llenaba de buenas sensaciones que me hacía sonreir con tanta intensidad que hasta dolía. Me sentía tan ligera que incluso podría haber echado a volar en medio de aquel espacio abierto.


Giré la cabeza hacia la puerta por donde había entrado, sin saber si podía confiar en que no se cerrara. La puerta permaneció abierta, dejando que la luz me acompañara y no me dejara nunca sola, porque en aquel lugar mi luz era su sol, su luna y sus estrellas.


A lo lejos escuché el aullido de un lobo. Sus pasos fueron acercándose, acercándose… y acercándose.


2 comentarios:

  1. Vuela alto, ahora el águila no está encerrada en una oscura habitación, es libre de volar tan alto como sus alas le permitan y tocar el sol de donde emana la luz de vida. Me encanta esta nueva metáfora.

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  2. A mi tambien me gusta las metáforas... y me gustan las águilas blancas.

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