Me encontraba en mi casa, con sus
objetos cotidianos, su sensación acogedora y esa luz tan brillante que lo
envolvía todo y me hacía estar feliz como hacía mucho que no lo estaba. Esa luz
me rodeaba mientras caminaba por las habitaciones, me despertaba con su calidez
por las mañanas, me entretenía en mis tardes vacías, me hacía sentir segura por
las noches y, sobre todo, iluminaba mi sonrisa.
Quizá no era una sonrisa
demasiado especial, ni tan perfecta como las que salen en las fotos… era
simplemente una sonrisa inocente, pura y radiante, que me hacía volver a ser
niña, que me hacía volar tan alto como un águila, que me hacía soñar con
tiempos lejanos… o no tan lejanos.
Desde hacía un tiempo, no me
atrevía a mirar esa puerta tan misteriosa, escondida en algún lugar de mi casa.
Quizás podría ser ¿miedo? Sí… tal vez podría ser miedo, miedo a perderme de
nuevo por ese lugar que había tras la puerta, miedo a que la puerta volviera a
cerrarse tras de mí, en definitiva, miedo a estar triste.
Pero esa luz… esa luz tan bonita,
tan brillante, tan ”TAN”; me era imposible no fijarme en ella, en su forma de
reflejarse en todo lo que me rodeaba, siempre presente, siempre esperando.
Seguí sus destellos por toda mi
casa hasta que la vi reflejada en “la” puerta. Me sorprendió bastante
percatarme de que, en mi ausencia, la puerta ya no era como antes, era una
puerta que parecía tan corriente como las demás puertas de mi casa… solo que la
luz decidió concentrarse solo en ella y eso la hizo ser única. Fue entonces
cuando decidí cruzar.
Mi temor seguía ahí, pero en mi
fuero interno sabía con total certeza que no había que tener miedo. De alguna
forma llegué a vislumbrar lo que me esperaba al atravesar esa puerta y hasta
puedo mencionar que fui completamente consciente de mis actos esta vez.
Entré poco a poco, sin hacer
ruido, mirando al suelo y, sin abrirla demasiado, me colé dentro. Me sorprendió descubrir que el suelo que
miraba era verde, era hierba.
Cuando alcé la vista no esperaba
en absoluto lo que mis ojos me mostraron: me encontraba en la cima de una
montaña plagada de árboles con esas hojas que tanto me gustan que bailan con el
viento y sueltan sus destellos como si de risa se tratara. Podía ver varias
montañas parecidas a la mía desde donde estaba, todas plagadas de todas las
tonalidades de verde habidas y por haber.
La vista era fascinante, el
paisaje me llenaba de buenas sensaciones que me hacía sonreir con tanta
intensidad que hasta dolía. Me sentía tan ligera que incluso podría haber echado
a volar en medio de aquel espacio abierto.
Giré la cabeza hacia la puerta por donde había entrado, sin saber si podía confiar en que no se cerrara. La puerta permaneció abierta, dejando que la luz me acompañara y no me dejara nunca sola, porque en aquel lugar mi luz era su sol, su luna y sus estrellas.
A lo lejos escuché el aullido de
un lobo. Sus pasos fueron acercándose, acercándose… y acercándose.
Vuela alto, ahora el águila no está encerrada en una oscura habitación, es libre de volar tan alto como sus alas le permitan y tocar el sol de donde emana la luz de vida. Me encanta esta nueva metáfora.
ResponderEliminarA mi tambien me gusta las metáforas... y me gustan las águilas blancas.
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