jueves, 12 de junio de 2014

En el mar.



La voz del mago seguía haciendo eco en mi corazón aún pasados unos minutos en los que permanecí inmóvil y estupefacta mientras intentaba inútilmente pensar con claridad, como si sus palabras retumbaran en las paredes de una cueva que era mi corazón y, como tal, parecía vacío y frío, pero latiendo.

Fue entonces cuando reparé en la humilde habitación en la que me encontraba, la cama, las finas cortinas blancas a mi alrededor, la silla con ese cojín tan peculiar, la ventana ojival recortada entre irregulares bloques de piedra, abierta de par en par, dejando pasar el frío gélido de una noche oscura y sin luna que la velara.

Decidida, me dispuse a ponerme de pie y cerrar la ventana pero sin embargo, al incorporarme, mis manos tropezaron con algo sólido y consistente cerca de la almohada. Dos tenues destellos provenientes de él ayudaron a mis ojos a adaptarse por completo a la oscuridad que me envolvía como una gruesa manta, no tuve que tantear demasiado aquel objeto para comprender de qué se trataba... o de quién: era mi muñeca de porcelana quien, a pesar de parecer sólo una muñeca, estaba completamente convencida de que tras su mirada se escondía algo más, un alma, una vida, una luz especial que percibía de forma evidente tras sus ojos de cristal marrón. Me era imposible referirme a ella como otra cosa que no fuera una persona. Ella, tan frágil por fuera, pero cuya mirada dejaba entrever una voluntad de hierro, un amor puro, una serenidad envolvente... Siempre había sido mi talismán, incluso dentro de mi sueño, en el que por fin había conseguido que recobrara la vida que tanto había deseado que tuviera. La simple acción de mirarla y acariciar sus rizos morenos y su cara exótica me ayudaba a enfrentar cualquier cosa. Así que hice eso mismo, la acuné entre mis brazos y la miré directamente a los ojos sin sentirme capaz de contener unas lágrimas que albergaban sentimientos tan dispares que pasaban desde el alivio que me producía encontrarla allí, esperándome, hasta la más profunda impotencia por no saber qué hacer si de verdad él no seguía en aquel mundo.

Entre lágrimas, miré a la muñeca, suplicándole una ayuda, una respuesta que ni siquiera estaba segura que pudiera darme. El silencio se volvió aún más denso y, para mi sorpresa, lo hizo. Por un instante creí vislumbrar un atisbo de la vida que en mis sueños le había dado, y lo siguiente que alcanzo a recordar es que mis lágrimas ya no querían salir, que apretaba la muñeca con fuerza y que por fin caía en la cuenta de algo tan obvio que aún me sorprendo de no haberlo comprendido antes. Él no puede, no sabe, dejar de vivir, y tanto menos dejar de utilizar su magia. Por mucho que luche contra ello, ni la más fatídica de las situaciones podría hacer que un mago como él deje de utilizar su gran don para la magia. Sin embargo, conocía muy bien a dónde se dirigiría, al único lugar que para él no es vida, allí donde empezó todo.

Comprendí que aún no estaba todo perdido y que sólo tenía que buscarlo, que en su huida del mundo que le daba la vida habría muchos que habrían querido frenarle o, al menos, querrían ayudarme a hacer que volviera.

Ahora sí, me puse de pie y me acerqué a la ventana, pero no la cerré. El viento de la noche, que arrastraba el olor del mar y las rocas, giraba en torno a mí, como atrayéndome al exterior mientras  despeinaba mis rizos oscuros y los de la muñeca, quien permanecía entre mis brazos. La oscuridad cedía paso al amanecer y pude comprobar que, en efecto, la torre estaba en medio del océano y que a lo lejos podía averiguarse su fin recortado en la silueta de un acantilado que se me antojaba familiar.

Dejé a mi querida muñeca en el alféizar de la ventana y le di un beso de despedida en la frente. Hice lo que sentía que debía hacer.

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