lunes, 16 de junio de 2014

A mi bela



Como intentando viajar hacia atrás en el tiempo, a través de los años, a través de las lágrimas y las risas, las decepciones y los sueños, cerré los ojos y me sumí en la calma de la silenciosa oscuridad. Caminé por los rincones de mi mente, por tantos recuerdos que se superponen entre rostros más o menos amables y fechas que se repiten cada año pero nunca de la misma manera.


De cuando en cuando me detuve a observar las diversas paradas de mi vida como si de una cuenta atrás se tratase y, a la vez, como si al estudiarlas me encontrara frente a un escenario, reconociendo los sentimientos que entonces me embargaban y, a su vez, mi corazón no podía evitar esbozar el sentimiento que, vivido lo vivido, me producía verlas. La sonrisa de alguien especial, el cariño que destilaban mis ojos al reflejarse en los suyos, la lágrima de un ser querido, mi impotencia por no saber secarla, las preocupaciones sobre la almohada, las noches de inocente diversión con el mar de fondo, los secretos guardados y los desvelados, los manjares en familia, las velas que se apagan seguidas de un deseo, los libros como billetes de avión de ida y vuelta, mi primera mascota, mi primer examen, brillantes mañanas entre juguetes, interminables viajes en coche, sonidos de papel de regalo al rasgarse, gritos de alborozo el primer día de playa, palabras dulces de las personas que han marcado mi vida, una silueta femenina sosteniéndome en brazos...

Ahí me detuve, reparando en algo que me había pasado desapercibido y que, sin embargo, quise recuperar porque de aquello trata mi entrada. Me apresuré por los raíles del tiempo hasta que encontré lo que buscaba, en esa parada quería detenerme. Me saludó una puerta de madera bastante antigua, con dos pomos y dos cerraduras, una puerta preciosa a la que nunca le había prestado demasiado interés porque se encontraba allí recortada desde los principios de mi memoria.

Abrí la puerta y me encontré en un oscuro recibidor, con un espejo anticuado sobre un pequeño mueble donde me gustaba atesorar mis dibujos. Recorrí la pequeña estancia hasta llegar al salón, una habitación más grande pero sin ventanas, en la que la luz entraba gracias a la claraboya en el techo del pasillo cercano y a la cocina de baldosas marrones y amarillas a la cual me acercaba.

Allí estaba ella, mi abuela- o “bela”, como me gustaba llamarla y que a menudo me evoca un barco de vela, que se acerca a través del mar hasta llegar a mí, acudiendo a mi llamada desde la cuna-sentada frente a su máquina de coser. Cuando alzó la mirada para saludarme, su sonrisa desencadenó en mí recuerdos que en ese momento parecían bailar a mi alrededor, pululando por toda la casa.

Me veía tomándome el zumo de naranja templado y con miel que tanto me gustaba, dando mis primeros pasos, aprendiendo a usar el tenedor, bailando sevillanas en el jardín, jugando con la manguera, riéndome por lo bajo al descubrirla dormida en el sofá, mirándola mientras cosía mi nombre en el babi del colegio, recibiendo una vieja hucha amarilla que con tanto recelo había rellenado a lo largo de los años solo para mí, despidiéndome de ella mientras agitaba la mano diciendo: “¡Que te cuides bien!”...

La tomé de la mano y le dí un beso a mi “bela” por la que parecía que no pasaban los años, pero pasaban, mientras dos finas lágrimas recorrían mi rostro. No eran lágrimas de felicidad, ni lágrimas de tristeza, eran lágrimas de amor.

Tras releer las últimas líneas y tras volver a dejar caer esas dos lágrimas, creo que casi todo está dicho. Solo puedo concluir afirmando que como ella no existirá nadie más en mi vida y, si con el paso de los años consigo ser apenas la mitad de lo que es ella para alguien, podré dar fin a mi viaje con la más sincera de las sonrisas.


A mi “bela”.


No hay comentarios:

Publicar un comentario