Como intentando viajar hacia atrás en
el tiempo, a través de los años, a través de las lágrimas y las
risas, las decepciones y los sueños, cerré los ojos y me sumí en
la calma de la silenciosa oscuridad. Caminé por los rincones de mi
mente, por tantos recuerdos que se superponen entre rostros más o
menos amables y fechas que se repiten cada año pero nunca de la
misma manera.
De cuando en cuando me detuve a
observar las diversas paradas de mi vida como si de una cuenta atrás
se tratase y, a la vez, como si al estudiarlas me encontrara frente a
un escenario, reconociendo los sentimientos que entonces me
embargaban y, a su vez, mi corazón no podía evitar esbozar el
sentimiento que, vivido lo vivido, me producía verlas. La sonrisa de
alguien especial, el cariño que destilaban mis ojos al reflejarse en
los suyos, la lágrima de un ser querido, mi impotencia por no saber
secarla, las preocupaciones sobre la almohada, las noches de inocente
diversión con el mar de fondo, los secretos guardados y los
desvelados, los manjares en familia, las velas que se apagan seguidas
de un deseo, los libros como billetes de avión de ida y vuelta, mi
primera mascota, mi primer examen, brillantes mañanas entre
juguetes, interminables viajes en coche, sonidos de papel de regalo
al rasgarse, gritos de alborozo el primer día de playa, palabras
dulces de las personas que han marcado mi vida, una silueta femenina
sosteniéndome en brazos...
Ahí me detuve, reparando en algo que
me había pasado desapercibido y que, sin embargo, quise recuperar
porque de aquello trata mi entrada. Me apresuré por los raíles del
tiempo hasta que encontré lo que buscaba, en esa parada quería
detenerme. Me saludó una puerta de madera bastante antigua, con dos
pomos y dos cerraduras, una puerta preciosa a la que nunca le había
prestado demasiado interés porque se encontraba allí recortada
desde los principios de mi memoria.
Abrí la puerta y me encontré en un
oscuro recibidor, con un espejo anticuado sobre un pequeño mueble
donde me gustaba atesorar mis dibujos. Recorrí la pequeña estancia
hasta llegar al salón, una habitación más grande pero sin
ventanas, en la que la luz entraba gracias a la claraboya en el techo
del pasillo cercano y a la cocina de baldosas marrones y amarillas a
la cual me acercaba.
Allí estaba ella, mi abuela- o “bela”,
como me gustaba llamarla y que a menudo me evoca un barco de vela,
que se acerca a través del mar hasta llegar a mí, acudiendo a mi
llamada desde la cuna-sentada frente a su máquina de coser. Cuando
alzó la mirada para saludarme, su sonrisa desencadenó en mí
recuerdos que en ese momento parecían bailar a mi alrededor,
pululando por toda la casa.
Me veía tomándome el zumo de naranja
templado y con miel que tanto me gustaba, dando mis primeros pasos,
aprendiendo a usar el tenedor, bailando sevillanas en el jardín,
jugando con la manguera, riéndome por lo bajo al descubrirla dormida
en el sofá, mirándola mientras cosía mi nombre en el babi del
colegio, recibiendo una vieja hucha amarilla que con tanto recelo
había rellenado a lo largo de los años solo para mí, despidiéndome
de ella mientras agitaba la mano diciendo: “¡Que te cuides
bien!”...
La tomé de la mano y le dí un beso a
mi “bela” por la que parecía que no pasaban los años, pero
pasaban, mientras dos finas lágrimas recorrían mi rostro. No eran
lágrimas de felicidad, ni lágrimas de tristeza, eran lágrimas de
amor.
Tras releer las últimas líneas y tras
volver a dejar caer esas dos lágrimas, creo que casi todo está
dicho. Solo puedo concluir afirmando que como ella no existirá nadie
más en mi vida y, si con el paso de los años consigo ser apenas la
mitad de lo que es ella para alguien, podré dar fin a mi viaje con
la más sincera de las sonrisas.
A mi “bela”.
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