domingo, 22 de febrero de 2015

Luz celestial


Escrita en colaboración con Pepe G. Cervera, escritor del blog "Impredeciblemente en Blanco y Negro".

Yo soy un hombre normal, creía ser normal, sin destacar en nada aparentemente, sólo creía lo que mis ojos veían, para mi no había más mundo más allá de las fronteras de nuestra aldea, sin más rumbo que mi rutina diaria, despertar del que podía ser un bonito sueño, desayunar lo que seguramente sería mi único alimento del día, sentir el abrasador sol africano sobre mis hombros, luchar porque la llama de la inocencia nunca se apagara de los ojos de mis hijos y, si continuaba vivo, volver a dormir para lidiar con esta vida que me había tocado en suerte vivir.


Quizás es por eso que yo ya no crea en dioses, que Dios, Yahveh y Allah son tan sólo palabras vacías a mis oídos, o eso creía… 

Ella apareció una húmeda mañana, cuando el calor se pegaba a nuestras pieles como las moscas que nos rodeaban. Bajó de la camioneta con una sola maleta que dejó en el suelo, puso los brazos en jarras, y con su mirada examinó el terreno. Por su tez pálida ya comenzaban a brotar pequeñas arrugas a la par que de su cabeza las primeras canas. Vestía de forma austera, pero de su cuello colgaba la figura de un pequeño crucifijo.

Se presentó de forma humilde, prometió ayudarnos en lo que pudiera y al cabo de poco tiempo entre toda la aldea se hizo un hueco en nuestros corazones, no tardamos en considerarla como una más, una amiga, una hermana.

La veía jugar con los niños, ayudar a las mujeres en sus quehaceres e incluso debatir con los más veteranos de nuestra aldea. No le temblaba la voz al defender a los más débiles, ni dudaba en ofrecer su hombro como consuelo a quien lo necesitara. 

Por mucho que ella insistía en todo lo que aprendía de nuestra mano en la aldea, no me cansaré de repetir que fuimos nosotros los que aprendimos más, de ella, de su forma de ser, su forma de vivir, de su filosofía. 

Aunque su camino no siempre fue fácil, no todos compartían su forma de actuar, había quien no quería aprender por mucho que viera que nada malo nos hacían sus enseñanzas. En el momento que veía que sus fuerzas flaqueaban, se apartaba a un lugar reservado, y la veía hablar sola. En la noche, antes de ir a descansar del que ella decía que había sido un gran día, encendía una vela y de nuevo mantenía una conversación con Alguien a quien se veía que tenía mucho afecto.

Fueron muchas veces las que deseé encontrarme con ese Alguien, contarle mis problemas, mis preocupaciones y expresarle mi deseo de que ella nunca nos dejara. Que nunca nos dejara porque sentía que ella nos regalaba algo mucho más valioso que el oro y los diamantes. Ella nos regalaba esperanza, la misma que se reflejaba en sus ojos día a día. Y más aún, había algo imposible de explicar con palabras, un brillo especial que a todos nos hacía sentir bien, en paz y en contacto con algo profundo, casi sobrecogedor. Algo a lo que me atrevería a nombrar como divino.

Si ese brillo que había en sus ojos no provenía del mismísimo Dios, entonces es que Dios no existe.

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