martes, 1 de octubre de 2013

Búsqueda


El águila suele ser un animal solitario, desde muy joven aprendió a sobrevivir, a luchar, aunque cierto es que muchas veces le hubiera gustado que no fuera así, que no hiciera falta estar sola y a la vez acompañada por todo el bosque, que no tuviera que matar para seguir viva.


Había acabado resignándose a todo aquello, limitándose a volar en círculos buscando, buscando… y buscando.

Realmente no sabía qué era lo que buscaba, pero percibía que había algo, una parte de ella quizás, que no estaba dentro de su cuerpo, estaba fuera, posiblemente esperándola; ella lo sentía.

El águila miraba la montaña a lo lejos, posada en un árbol, sumida en unos pensamientos tan profundos como la negrura de sus ojos. El sol del atardecer teñía el cielo de tonos anaranjados, mezclados con retales de luminosos reflejos amarillos. Poco a poco, el cielo de un suave azul se unía al fondo morado, la combinación era impresionante. El águila miraba semejante espectáculo completamente obnubilada, pensaba volar a aquella lejana montaña donde tan buenos y malos momentos había vivido; la suave pero incesante brisa le acariciaba el plumaje, revolviéndolo y produciéndole un ligero cosquilleo, parecía empujarla suavemente hacia ella.

De repente, la tímida charla de las hojas se volvió mucho más estruendosa y obligó al águila a buscar el origen de ese cambio: se avecinaba una tormenta.

El águila vivía las tormentas con una mezcla de entusiasmo y respeto; de forma que, en apenas segundos, echó a volar dejando que la corriente de viento adecuada la arrastra hacia la tempestad.

La adrenalina se apoderó de ella mientras su cielo tranquilo se volvía de un gris oscuro y un nuevo frío le envolvía las alas poco a poco.

En medio de su diversión, mientras se dejaba caer en picado entre las nubes para después remontar el vuelo rápidamente, escuchó el estruendo fatal de un rayo. Un pequeño sobresalto fue suficiente para que el águila se despistara y las corrientes de viento comenzaran a manejar sus alas por ella.

En aquel momento el águila cayó en la cuenta de cuán estúpida había sido, quizás la más tonta del reino animal, fue entonces cuando llegó a la conclusión de que, si conseguía salir viva de esta, acabaría gravemente magullada.
  
En medio de los embates de la tormenta, de la lluvia y el ruido acuciante, volvió a distinguir sus tan conocidos árboles de la montaña. Y, en un intento suicida, se arriesgó a dejarse caer a la desesperada, cerró los ojos y perdió el conocimiento mientras desaparecía el ruido de la tormenta.


Despertó con los primeros rayos del alba, tirada contra el musgo de un claro del bosque. El dolor casi no le permitía abrir los ojos, pero hizo uso de todas sus fuerzas para guarecerse de cualquier inclemencia que se le presentara en su estado. Encontró el refugio perfecto en un tronco vacío.

Justo cuando consiguió hacerse invisible para el resto del bosque, sintió una presencia cerca, seguido de un rítmico crujido de ramas y hojas.

Cuál fue su sorpresa al descubrir a un precioso lobo blanco olisqueando entre las hojas caídas.

En aquel momento sintió como si millones de ráfagas de viento intentaran conducirla directamente al lomo de ese lobo, había algo, una conexión, una extraña ironía del destino, una atracción casi acuciante. No lo entendía, pero tampoco era capaz de apartar la vista de los ojos radiantes de ese animal.

El lobo no la veía, pero ella seguía allí, invisible, maravillada y dándose cuenta de que ya no estaría sola… porque había encontrado el misterio que sin cesar había buscado.

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