El águila suele ser un
animal solitario, desde muy joven aprendió a sobrevivir, a luchar, aunque
cierto es que muchas veces le hubiera gustado que no fuera así, que no hiciera
falta estar sola y a la vez acompañada por todo el bosque, que no tuviera que
matar para seguir viva.
Había acabado resignándose a
todo aquello, limitándose a volar en círculos buscando, buscando… y buscando.
Realmente no sabía qué era
lo que buscaba, pero percibía que había algo, una parte de ella quizás, que no
estaba dentro de su cuerpo, estaba fuera, posiblemente esperándola; ella lo
sentía.
El águila miraba la montaña
a lo lejos, posada en un árbol, sumida en unos pensamientos tan profundos como
la negrura de sus ojos. El sol del atardecer teñía el cielo de tonos
anaranjados, mezclados con retales de luminosos reflejos amarillos. Poco a
poco, el cielo de un suave azul se unía al fondo morado, la combinación era
impresionante. El águila miraba semejante espectáculo completamente obnubilada,
pensaba volar a aquella lejana montaña donde tan buenos y malos momentos había
vivido; la suave pero incesante brisa le acariciaba el plumaje, revolviéndolo y
produciéndole un ligero cosquilleo, parecía empujarla suavemente hacia ella.
De repente, la tímida charla
de las hojas se volvió mucho más estruendosa y obligó al águila a buscar el
origen de ese cambio: se avecinaba una tormenta.
El águila vivía las
tormentas con una mezcla de entusiasmo y respeto; de forma que, en apenas
segundos, echó a volar dejando que la corriente de viento adecuada la arrastra
hacia la tempestad.
La adrenalina se apoderó de
ella mientras su cielo tranquilo se volvía de un gris oscuro y un nuevo frío le
envolvía las alas poco a poco.
En medio de su diversión,
mientras se dejaba caer en picado entre las nubes para después remontar el
vuelo rápidamente, escuchó el estruendo fatal de un rayo. Un pequeño sobresalto
fue suficiente para que el águila se despistara y las corrientes de viento
comenzaran a manejar sus alas por ella.
En aquel momento el águila
cayó en la cuenta de cuán estúpida había sido, quizás la más tonta del reino
animal, fue entonces cuando llegó a la conclusión de que, si conseguía salir
viva de esta, acabaría gravemente magullada.
En medio de los embates de
la tormenta, de la lluvia y el ruido acuciante, volvió a distinguir sus tan
conocidos árboles de la montaña. Y, en un intento suicida, se arriesgó a
dejarse caer a la desesperada, cerró los ojos y perdió el conocimiento mientras
desaparecía el ruido de la tormenta.
Despertó con los primeros
rayos del alba, tirada contra el musgo de un claro del bosque. El dolor casi no
le permitía abrir los ojos, pero hizo uso de todas sus fuerzas para guarecerse
de cualquier inclemencia que se le presentara en su estado. Encontró el refugio
perfecto en un tronco vacío.
Justo cuando consiguió
hacerse invisible para el resto del bosque, sintió una presencia cerca, seguido
de un rítmico crujido de ramas y hojas.
Cuál fue su sorpresa al
descubrir a un precioso lobo blanco olisqueando entre las hojas caídas.
En aquel momento sintió como
si millones de ráfagas de viento intentaran conducirla directamente al lomo de
ese lobo, había algo, una conexión, una extraña ironía del destino, una
atracción casi acuciante. No lo entendía, pero tampoco era capaz de apartar la
vista de los ojos radiantes de ese animal.
El lobo no la veía, pero
ella seguía allí, invisible, maravillada y dándose cuenta de que ya no estaría
sola… porque había encontrado el misterio que sin cesar había buscado.
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