El águila siguió allí escondida, dentro del tronco vacío, recuperándose de sus magulladuras y observando la tranquilidad de aquel claro del bosque. La mayoría del tiempo permanecía vacío y soleado, ella disfrutaba de aquellos días; otras veces, una suave llovizna lo llenaba todo de una fina capa de humedad a la que el águila se resignaba no sin cierta desgana.
De vez en cuando, a ella se acercaban algunos seres del bosque, tal vez por vago interés o quizás porque no comprendían qué hacía allí escondida. Sin embargo, el águila solo deseaba que un animal en particular apareciera en aquel claro: el lobo que tan extraños sentimientos levantaba en ella como quien abre una caja sellada por mucho tiempo.
Todos y cada uno de los días que el águila permaneció en aquel remanso en calma, esperaba con un ansia casi instintiva que aquel animal apareciera de nuevo. Se preguntaba dónde estaría, qué estaría haciendo, qué mal podría mantenerlo alejado de aquel claro. Realmente el águila podría haber alzado su vuelo mucho antes, pero el miedo a irse sin volver a ver a aquel animal le producía un miedo atroz.
No supo si pasaron meses o días o semanas, pero una mañana, cuando el sol comenzaba a asomarse entre las hojas y el olor a tierra y musgo inundaba sus sentidos, el águila escuchó el rítmico sonido de unos pasos que se acercaban y pudo distinguir su pelaje tan claro como la luna y sus ojos tan verdes como el color de aquella montaña que ella tantas veces había observado desde lejanía. Qué estúpido le parecía ahora no haber intentado volar nunca hacia aquella montaña.
El movimiento de sus plumas al ahuecarse de pura felicidad la delató, esta vez el lobo reparó en ella y se acercó rápida y suavemente, con la cabeza gacha, hasta su pequeño escondite. Ella no se movió, no fue capaz de apartar la mirada de aquel ser; entre tanta fascinación, no tuvo tiempo para pensar si debería temer lo que llegara a suceder.
Él no hizo nada, se limitó a olisquearla y a rozar su hocico cerca de sus alas varias veces, de todas formas no podía verla. Tras unos segundos, se alejó poco a poco y, tras observar desde lejos su escondite -con el cuello ladeado y los ojos llenos de interés-, se marchó por donde había venido. No sin antes girarse una última vez, haciéndole una promesa carente de palabras que solo ella supo entender.
El águila sabía que era la hora de volar, de encontrar un nuevo hogar en aquél bosque, cerca del claro, y cerca del lobo.
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