jueves, 9 de enero de 2014

Mi regalo: Eternidad (1)


Como si se hubiera convertido en una nueva rutina, el águila alzó el vuelo y  planeó recorriendo todos los confines del bosque, buscando al lobo blanco. Con la llegada de cada atardecer, realizaba el mismo viaje, recorriendo cada rincón de maleza con su potente vista, esperando encontrar un milagroso destello blanco del pelaje de su nuevo amigo, aunque realmente se le antojase una vieja amistad.

Sus fervientes deseos de encontrarlo no parecían suficientes para el destino, que se resistía a darles una oportunidad.  Para ella era toda una incógnita, parecía como si aquel lobo se esfumara en el aire, como una desconcertante ilusión que hacía más bella su vida, que ya de por sí era bella, pero a veces  también salvaje y angosta. En otras palabras, daba la sensación de que aquel ser mágico no vivía en el bosque, pero acudía a él por razones que aún escapaban a su entendimiento.

Cuando el sol rojizo besaba ya las montañas, decidió volver al mismo claro donde pocos meses antes lo vio por vez primera. Se posó en una roca cercana y cuál fue su sorpresa al verlo allí, expectante y con una chisca de felicidad en sus ojos. Entonces fue cuando comprendió que no hacía falta buscarlo como si de un animal cualquiera se tratase, tras él se escondía algo distinto, algo importante e incluso tan fuerte como la roca en la que se hallaba posada; él volvería siempre, la esperaría en aquel claro el tiempo que hiciera falta, disfrutaría de su presencia como la primera vez, y eso la conmovió profundamente, porque también ella sería capaz de hacerlo.

 El lobo empezó a saltar y a mover la cola mientras se acercaba a su roca. Una llama de ternura invadió el corazón del águila, que abrió las alas en señal de regocijo. Solo necesitaba aquello, esa sensación que solo ese animal podía despertar  en ella, iluminando el lugar como si no estuviera oscureciendo.

Se elevó por encima del claro y sobrevoló en círculos alrededor del lobo, que la observaba desde el suelo, comprendiendo su alegría.

Tras unos minutos, el lobo decidió marchar, pero en la cabeza de ella ya se había instalado la fiel determinación de averiguar qué se escondía tras esa aura de misterio que lo rodeaba y a la que hasta ahora se había acostumbrado.

Procurando no revelar su presencia, observó cómo se internaba en la maleza, desapareciendo de su campo de visión por unos segundos, pero no se rindió y permaneció atenta a todos los susurros del viento, las hojas y las ramas al crujir.

Y entonces ocurrió algo que, de alguna forma, en su fuero interno ya suponía: lo que vio ante sus ojos no era su lobo, era un ser humano, de piel morena, suave y sensible como la de cualquier otro. Por un momento, permaneció completamente quieta mientras lo observaba correr hacia la carretera cercana. Vaciló unos segundos mientras veía cómo se sentaba en su coche: ¿Realmente deseaba saber cómo era la vida de ese humano? Temía profundamente que aquel bosque que los separaba le revelara cosas que quizás no deseaba saber, o que destrozaran la visión que hasta entonces tenía de aquel ser. Pero después recordó las sensaciones que la habían inundado en el claro y supo que debía seguirle y que aquel temor era completamente absurdo.


Voló tan rápido como sus alas se lo permitían para alcanzar el coche que poco a poco iba dejando atrás las montañas y se internaba en ese confuso mar de hierro, luces artificiales y sonidos estridentes salpicado de verde al que los humanos llaman “ciudad”.


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