Capítulo 3
Jérome
había sufrido la misma pesadilla que se repetía desde que abandonó Perigueux,
la pintoresca ciudad donde había vivido aquel último año lleno de tantos
momentos buenos, como malos.
Todavía
recuerda cómo sufrió ante la muerte de sus padres hacía apenas un año durante
sus vacaciones en Monte Carlo. El velero alquilado el día antes se hundió
durante la tormenta veraniega que surgió sin previo aviso. Dos cuerpos salieron
a flote a la mañana siguiente, pero sus vidas seguieron ancladas en el fondo
del mar junto a aquel velero.
Nunca
se ha perdonado dejarlos solos mientras él leía viendo caer la lluvia por los
cristales de la habitación del hotel. Todos le dicen que haciendo eso lo único
que ha evitado es su propia muerte y que no debe culparse por ello. Pero Jérome
sabe que también podría haberlos convencido de no alquilar el maldito velero.
Sin
embargo, su pesadilla no tiene nada que ver con sus padres y no merece la pena
darle más vueltas a su muerte.
Aquel
mismo año decidió vivir en Perigueux en el antiguo y modesto ático de su
abuela, el cual recibió en herencia.
Probó
suerte enviando su currículum a varios colegios para ejercer de profesor de
escuela, pero todos lo tachaban por su falta de experiencia.
Hasta
que una tarde, paseando por las orillas del Isle vio a una chica, unos años
mayor que él, sacando de entre los cubos de basura a dos niños. Uno en sus
brazos, el otro agarrado de su mano.
Puede
rememorar con todo detalle su pelo rojizo y revuelto de aquel día, y sus ojos
color avellana mientras se preguntaba internamente si debía ayudarla u olvidar
aquel encuentro con la impresionante mujer.
Se
sintió tan insignificante y mediocre a su lado. Él, que es un saco de huesos,
alto y con unos molestos rizos castaños que siempre se las arreglan para entorpecerle la vista,
no podría tener ninguna posibilidad con alguien así, por mucho dinero que
tuviese.
Enseguida
se dio cuenta de que no eran sus hijos, comparando su ropa con los harapos de
los pequeños.
Decidió
ofrecerse a cargar con el más pequeño. Adrianne, así se llama, le explicó
mientras cogía al chico más mayor de la mano que dirigía un orfanato a las afueras
de la ciudad donde intentaba educar a aquellos pobre niños que no tienen
ninguna oportunidad en la vida.
Aquella
declaración conmovió profundamente a Jérome y desde ese instante decidió hacer todo lo que estuviera en su mano para
ayudarla. Tal vez, pensó, la culpabilidad de la muerte de sus padres le diera
un respiro haciendo el bien por los demás.
En
efecto, aquello fue como un bálsamo que lo devolvió por completo a la vida. Así
comenzó a dar sus primeras clases a niños que en su vida había cogido un lápiz.
Ellos también le enseñaron mucho, aunque nunca lo reconocería.
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