martes, 22 de julio de 2014

La corriente supera a la piedra.



Estos últimos días me he percatado de lo crudamente verdadera que puede llegar a ser la frase “El ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra” (y tres, y cuatro...). Siendo sincera, no solo me tropiezo con un tipo de piedra, las hay de cualquier forma y tamaño, pero solo hay una piedra sobre la que necesito escribir hoy: la fe en los demás, un concepto que puede considerarse una virtud y no un obstáculo, y que a veces ni yo misma sé qué sentido darle; un concepto, en definitiva, que para mí engloba todo aquello relacionado con el optimismo hacia las personas, la confianza en que reparen en una persona como yo, que muchas veces pasa desapercibida, la esperanza en que algunos se acerquen y traspasen el fino muro que me separa del resto del mundo, el mismo muro que yo misma intento traspasar, cada vez con más miedo por si esa persona a la que intento acercarme me vuelve a empujar dentro de este.


Sé que no soy la única que a veces se ve abrumada por este sentimiento, personas que a menudo se sorprenden cuando alguien del que no esperan nada les dedica un gesto amable, y que en numerosas ocasiones dudan de las intenciones del otro, y tal vez sean esas mismas dudas las que a veces les impiden acercarse más a las personas adecuadas, porque su fe en los demás cada vez les parece más traicionera, cayendo así en un círculo vicioso. Muchas de ellas deciden crear una máscara delante del muro, una máscara frívola que a veces acaba consumiendo a la verdadera persona, suplantando lo que antes era, basando su fuerza en la mentira, convirtiéndose en uno más del rebaño, debo confesar que hasta yo lo he intentado.

No debería ser así, las personas buenas no deberían ser animadas por otros a encrudecerse, a desconfiar de todos, a volverse tan frívolos como ellos, a no mostrar su verdadero rostro solo por el miedo a que no sea lo que quieren ver.

Es por eso que muchas veces me obligo a olvidarme del muro, a no pensar en los miedos del pasado, a observar las cosas con mis ojos y no los de otro y a darle a cada persona un trozo de mí si me dejan; porque si no lo hago, nunca encontraré a esas personas buenas que puedan llegar a entender este mensaje. Para mi gran alegría, algunas de esas buenas personas ya las tengo en mi vida y con ellas no hay ni muros, ni piedras, ni máscaras y sé que me aprecian, eso me basta.

A ellas les debo que mis pilares no se derrumben cuando mi voluntad flaquea, son ellas las que me han hecho comprender que no puedo ser tan mala persona como algunos me pintan ante los oídos que no tienen la decencia de cuestionarse la veracidad de alguien ajeno a los hechos, son los que han conseguido que al fin reconozca que la confianza en los demás y en uno mismo son las caras de una misma y valiosa moneda.

De nada sirve seguir la corriente de los que piensan que ya no eres lo que fuiste y debes volver a la casilla de salida; al igual que tampoco es suficiente conformarse con seguir la corriente de las personas que creen verte como el mismo de siempre. No. Hace años que descubrí la corriente adecuada, la que nace de mí, cada segundo del día, cambiante e imparable, aunque se encuentre de vez en cuando con alguna que otra piedra.


Es por esto que debo decir que aquel que te empuja de nuevo a tu muro tal vez no lo haya hecho porque no le guste lo que ve, tal vez haya reconocido que existe alguien mejor que él.


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