Mientras
mantenía los ojos cerrados, disfrutando del sol en mi rostro y
sintiendo cómo las telas de mi vestido blanco comenzaban a secarse y
a separarse de mi cuerpo, pensé que así, con el mar en calma, el
silencio imperante y aquel calor tan reconfortante, sería capaz de
pasar el resto del día allí sentada entre la yerba y las pequeñas
flores que apenas temblaban con la brisa marina; la verdad es que no
recuerdo exactamente cuánto tiempo permanecí allí, con la mente
navegando por un mar de plata, que casi consiguió arrastrarme de
vuelta a la niebla, cuyas ondulantes y sugerentes brumas parecían
llamarme una y otra vez.
Sin
embargo, algo interrumpió mi ensoñación, me hizo volver de forma
tan salvaje a la realidad que, al abrir lo ojos, me hizo sentir
bochornosamente arrepentida. ¿Cómo podía haber estado tan a punto
de volver a caer? ¿Cómo me atrevía siquiera a acariciar esa idea?
No podía volver a permitirme volver a la niebla, no, ni aunque el
mago ya no estuviera. Sencillamente no podía. Aún con la
respiración entrecortada por el miedo, agradecí en silencio que ese
“algo”, me hubiera arrastrado de nuevo a la realidad. Miré a mi
alrededor, buscando a aquello que me había salvado, pero allí sólo
me encontraba yo. A pesar de ello, me sentía observada, sentía que,
a lo lejos, alguien me llamaba. Decidí que aquel acantilado aún
seguía atrayendo lo peor de mí, y me alejé de él tan rápido como
pude, adentrándome en un sendero por el que había realizado miles
de idas y venidas esperando, por segunda vez, que esta fuera la
última ocasión en la que tuviera que pasar por allí.
Mientras
caminaba entre los árboles del sendero, no pude evitar acordarme del
águila, que había desaparecido con el paso de la tormenta. Deseé
que no estuviera herida, aunque tenía el extraño presentimiento de
que volvería a aparecer en mi camino, tarde o temprano. Aquellos
árboles me recordaron también a él
y a aquel lobo que tanto nos gustaba a ambos, incluso el águila,
cuya confianza era tan difícil de conseguir, y que sin embargo lo
acogió en su día con las alas abiertas.
Pronto
llegué a la pequeña aldea que, escondida entre el verde de las
hojas y el del mar, realizaba su vida cíclica y tranquila como si no
existiera más mundo fuera de aquella pequeña plaza rodeada de
casitas de piedra decoradas con alegres macetas floridas. Viví unos
días tan felices en una de aquellas acogedoras casas, con el mago
sonriéndome al otro lado de la almohada cada mañana. En aquel
momento pensé que realmente no había sido necesario internarme en
aquel sueño, en aquel mundo donde solo existía una pequeña parte
de ambos, porque en aquella casa no solo habíamos conseguido un
mundo perfecto, sino una vida en común, creando maravillas cada vez
que uníamos nuestra magia, como aquella noche de nubes en la que no
pudimos contar las estrellas, y decidimos apagar las pocas farolas de
la pequeña plaza de la aldea y atraer allí mismo el propio
firmamento. El mago me tomó de las manos y me estrechó entre sus
brazos mientras bailábamos descalzos, nuestros pies apenas rozando
las baldosas de piedra, entre pequeñas esferas de luz que titilaban
juguetonas a nuestro alrededor.
Sin
embargo, un breve vistazo a la plaza me hizo pensar que tal vez la
vida en aquel lugar no era tan monótona como suponía: una furgoneta
de colores tan llamativos como el naranja estridente de la gabardina
de su poseedor se encontraba en medio de la plaza, su voz parecía
llegar a todos los rincones de la plaza: “¡Buenos
días! Señoras, señores. Abran sus ventanas, dejen que la bella luz
del alba entre en sus hogares, los llene de alegría. Escuchen con
atención a este viejo buhonero que llegó a este hermoso pueblo a
venderle lo mejor de este mundo, lo traigo en el furgón para dárselo
a usted con muchísimo gusto.”
Aquel
singular personaje me sonrió afablemente mientras me acercaba a su
furgoneta, movida por la curiosidad, y tal vez algo más. Con una
reverencia, me invitó a observar sus pequeños tesoros, tan
variopintos como él, como relojes de cuco, sortijas de piedras
preciosas, pañuelos exquisitamente bordados, botes de ungüentos de
extraña procedencia... Dejé de observar su mercancía cuando
descubrí al buhonero observándome, con una mirada pareció leer mi
naturaleza con una facilidad envidiable, pocas personas consiguen
reconocer mi magia cuando la ven, pero él lo hizo. “Creo
que esto es lo que necesitas... la magia de su música hará el
resto”,
me dijo mientras sostenía entre sus manos una pequeña caja de
música.
No hay comentarios:
Publicar un comentario