Hay una cosa curiosa de la que no
sé si el mundo se ha dado cuenta: La relación de amor-odio entre el ser humano
y el hecho de ilusionarse.
Muchas personas intentan no
ilusionarse, pero lo hacen; otras no lo hacen y viven tristes porque no tienen
sueños; y otras viven en una completa ensoñación y realmente creen que el mundo
es como ellos lo imaginan.
El caso es que no podemos vivir
con ellas ni sin ellas.
Las ilusiones están estrechamente
relacionadas con el optimismo y el pesimismo, el vaso medio lleno o medio
vacío.
Como se dice en la cultura
popular: los pesimistas son optimistas con experiencia, es decir, que las
personas que deciden amargarse y no ilusionarse por nada deciden actuar de esta
forma porque en algún momento de sus vidas se ilusionaron demasiado por algo,
produciéndose más tarde el caso contrario y originándose así una desilusión
crónica.
Aunque también es cierto que
existen personas desilusionadas de nacimiento.
Desde mi perspectiva, me
considero una pesimista que se rebela de su condición y que siempre acaba
ilusionándose aunque solo desee hacerlo en lo más escondido de su ser. Puede
ser miedo, puede ser experiencia.
A diario se presentan ocasiones
que me hacen ilusionarme y pienso: “No… imposible, qué va, ¿cómo va a suceder
eso?”.
Después, si sucede como lo planeó
mi parte optimista, me sorprendo, me alegro y soy algo más feliz.
En el caso contrario, pensaré que
eso era lo que me temía, intentando que no me afecte, pero es el fondo me
desilusiona.
Así que, pensándolo bien, puede
que, en vez de ser una pesimista inconformista, sea una optimista de incógnito
que no puede evitar desilusionarse en muchas ocasiones.
¿Mi consejo? Creo que siempre es
bueno tener ilusiones ¿Qué sería de nuestra vida si no existieran las ilusiones,
los sueños y las metas? Cierto es que la vida misma nos hará mirar muy alto
hacia el cielo para después ponernos la
zancadilla. Pero no siempre es así.
De manera que, si bien no podemos
tener la felicidad todo el tiempo, siempre valdrá más la pena arriesgarla para
perderla o ganarla de vez en cuando que enterrarla para siempre bajo el miedo y
el pesimismo.
Como dice el refrán: “Quien no
arriesga, no gana”.
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