Creo que voy a empezar a adoptar
la costumbre de escribir a estas horas de la noche porque me estoy dando cuenta
de que me es más inspirador.
A diferencia de la noche
anterior, esta vez no he tomado Nestea ni nada que se le parezca, hace el
típico calor al que nunca acabaré de acostumbrarme y hoy sí puedo ver las
estrellas; pero solo diré de ellas que he aplicado el método de la paciencia
que ya expliqué en una entrada anterior y,
lo que al principio eran 3 estrellas, han acabado siendo 22 (por si te
preguntas si las he contado de verdad o he puesto un número al azar: sí, las he
contado).
Y esta noche me acompaña la
música de Manolo García, ya os mostraré mi canción favorita.
Sin más preámbulos, me gustaría
escribir sobre una de las virtudes que más aprecio en alguien y que busco
conseguir, si no por completo, en lo máximo que pueda: la honestidad.
No he escrito “sinceridad” porque
la palabra “honesto” denota en mí un grado de mayor… virtud. No sé explicarlo,
y eso ya es raro.
Un ejemplo que me explique podría
ser el caso de alguien que te dice de todo menos bonito a la cara y luego
añade: “es que soy una persona sincera”. Sí, sincera, pero no honesta. Una
persona honesta no se limitaría a decirlo sino que lo argumentaría y utilizaría
un vocabulario más apropiado y menos hiriente que el que utilizaría una persona
sincera; o al menos, es a esa virtud a la que me quiero referir, llamadlo como
queráis.
El problema descansa en que
muchas veces no somos capaces de ser honestos, como si nos diera miedo. Este miedo puede provenir de muchos
sitios distintos: aceptación social, inseguridad, pena (he aquí la “mentira
piadosa”), falta de tiempo (cuando nos inventamos cualquier escusa con tal de
que nos dejen en paz) o, simplemente, vergüenza.
No creo que haya muchas personas
en el mundo, por no decir ninguna, que no haya dicho alguna mentira en su vida.
Todos somos mentirosos, en mayor o menor medida, todos hemos sentido miedo
alguna vez en nuestras vidas, sea por la causa que fuere. Yo misma me considero
una mentirosa pero, solo por reconocerlo, supongo que ya me acerco a la
honestidad.
Cada vez creo más en eso que
dicen acerca de que “la verdad hay que decirla aunque duela”, pero yo añado “pero
siempre de la forma que menos duela”. ¿Por
qué? Porque nos lo merecemos.
Todos deberíamos tener el derecho a no ser
engañados. Ya que nunca podremos saber la Verdad absoluta, por lo menos
deberíamos ayudarnos a ser conscientes de nuestra realidad más cercana o, al menos,
que las personas que queremos y nos importan sean merecedoras de nuestra
honestidad.
Vuelvo a repetir que soy una
mentirosa, no puedo ser completamente honesta pero, por el momento, confío en
acercarme cada vez más a ello.
Solo te pido que la próxima vez que vayas a
soltar una mentira, pienses si esa persona realmente merece escuchar de tu boca
esas palabras vacías y si te gustaría que ella hiciera lo mismo por ti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario